Especies y territorios

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    Los senderos del jaguar: donde ciencia y leyenda, comunidades y especies conviven

    En los territorios del mayor felino de América, ambientalistas, científicos, campesinos, indígenas y Firmantes de Paz buscan preservar corredores vitales para este rey de la selva.

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    ​“Al principio, el jaguar era el dueño de la tierra, pero el hombre, con el poder del tabaco y el ambil, hizo un compromiso con él. Ahora, el dueño de la tierra del hombre es el tabaco, y el dueño de la selva, el jaguar”. 

    ​Leyenda del pueblo indígena Murui-Muina.​​​​​


    Por:  Tatiana Escárraga 

    Una noche de un mes que no recuerda, en el año 2000, Fredy Campos deambulaba por un sitio boscoso en medio de la oscuridad, no muy lejos del municipio de Calamar, en el departamento de Guaviare, oriente de Colombia. Andaba buscando leña para hacer fuego. Sus compañeros se esparcieron por la zona. Él caminó solo; dio unos pasos hacia un palo seco que creyó divisar a muy poca distancia, cuando de pronto sintió que algo se movía entre las sombras. Hubo un ruido, como un ronquido seco. Se asustó. Volvió a mirar, pero lo sorprendieron unos gritos desaforados. 

    —¡Por ahí va un tigre, cójanlo, cójanlo! 

    Freddy se quitó la camisa y se la tiró encima al animal, lo alzó y reparó en que se trataba de un cachorro, tal vez hijo del tigre que sus compañeros estaban persiguiendo. Lo llevó al campamento, que pertenecía a una columna móvil de las antiguas Farc. Fredy entró a esa guerrilla siendo adolescente, sin alcanzar siquiera la mayoría de edad. Llegó ahí, me contará después, porque lo obligó la violencia. Porque mataron a su hermano, unos hombres lo sacaron del caserío y se lo llevaron y nunca más volvieron a saber de él. Porque a su mamá casi la matan también. Porque a él lo acusaron de ser colaborador de la guerrilla y porque entonces —y también ahora— no había demasiadas alternativas. 

    —En las Farc estaba prohibido matar jaguares. Tigres, todo el mundo por aquí les llama tigres, y al puma le dicen león. Yo me llevé al cachorro y lo crié como unos ocho meses. Se volvió una mascota muy brava: me dañaba la gorra, los toldillos, las botas. Pero vea, solamente a mí me recibía comida, le daba puras carnes, a los otros no les recibía nada. Y se paseaba por el campamento, la mamá merodeaba, pero no se acercaba. Después de un tiempo comenzamos a llamarla Niña. Y así se quedó, ‘Niña’, hasta que nos fuimos y no volvimos a saber de ella. 

    Freddy Campos, 48 años, indígena Sikuani, el cuerpo lleno de cicatrices de guerra, va contando su historia con el jaguar mientras nos conduce hasta el sendero Las Palmas, una porción de bosque tropical en la finca Manatú (Maravillas de la Naturaleza), en la vereda Charras, a dos horas y media largas por carretera de la cabecera municipal de San José del Guaviare, la capital del departamento. Aquí, un grupo de Firmantes de Paz ha creado un centro ecoturístico que ofrece hospedaje, restaurante y turismo de naturaleza. 

    Manatú, en Charras, es la primera parada durante una visita de una semana a un corredor que se gestiona en 109 mil hectáreas o 1.090 kms2 —un área ligeramente inferior, para hacerse a una idea, a todo el Valle de Aburrá, en Antioquia—. En este lugar de Guaviare se busca la conservación del jaguar, una apuesta de ambiente y desarrollo dentro de la Estrategia del Jaguar 2030, que se lleva a cabo en simultánea en 14 países de América Latina. 


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    Ligado a la cosmogonía precolombina, poblador de diversas épocas en el imaginario humano, el jaguar habita entre el mito, la admiración y la devastación. Preservarlo es una meta.
    Jaguar — Selvas de la Amazonía Foto: Universal Images Group — Getty Images

    Una antigua leyenda perdura entre los habitantes del pueblo indígena Murui-Muina, en el Resguardo Alto Predio Putumayo. Cuenta que el jaguar era el dueño de la tierra, pero el hombre, con el poder del tabaco y el ambil, logró un acuerdo para proclamar amo y señor de la selva al felino. Desde entonces, si el hombre agrede a la selva, el jaguar lo enfrenta. El biólogo Jaime Cabrera —especialista en monitoreo comunitario y gobernanza indígena-Amazonas de la organización conservacionista WWF (Fondo Mundial para la Naturaleza)—, dice haber visto a ancianos de los Murui-Muina permanecer una noche entera sentados en silencio esperando comunicarse con el animal. Entre sus compañeros biólogos, relata, siempre hay alguien que ha sido testigo de hechos difíciles de explicar, como el de los taitas cuando detienen los furiosos aguaceros del Amazonas. 

    Pero esa es otra historia. 

    —Los indígenas entienden que hay una relación con la naturaleza y que el jaguar no es un enemigo. Lo comprenden como un man muy especial, con poderes y con el que se negocia. Para ellos, hay un acuerdo establecido y todos los días hay que trabajar para mantener ese acuerdo. Por eso, cuando hacen sus bailes, le recuerdan a la naturaleza el pacto y, por eso, los abuelos tienen el compromiso de hablar todas las noches con él —relata Cabrera. 

    En algunos países, al jaguar se le conoce como yaguareté, otorongo o tigre mariposo. Su nombre científico es Panthera onca. Es un felino dotado de una especial belleza, ágil, elegante, portentoso. Un animal sagrado, de respeto. Imbuido de un aura mística, acaso alimentada desde la época precolombina, cuando ya convivía con aquellas culturas. Para muchos pueblos indígenas es símbolo de poder, fertilidad y coraje. Un portal entre el mundo espiritual y el terrenal. El pueblo kogui de la Sierra Nevada de Santa Marta tiene la creencia de que desciende del jaguar, uno de tantos mitos y leyendas de Colombia​​. En la imaginería olmeca, en México, aparece en esculturas de piedra y en representaciones recurrentes bautizadas como hombre-jaguar, el símbolo de la unión entre el humano y el animal. 

    El jaguar es el felino más grande de América. Un depredador solitario, con una poderosa mandíbula capaz de derribar a presas de tres o cuatro veces su tamaño con un solo mordisco certero en la nuca o en el cráneo. Puede medir entre 1,20 y 1,85 metros hasta la base de la cola y pesar de 40 a 150 kilogramos. El jaguar es semiacuático: nada, atraviesa ríos, se sumerge, pesca, devora babillas y caimanes. Vive en 18 países del continente americano, distribuido en zonas de tierras bajas como bosques tropicales, bosques montanos, sabanas tropicales y manglares. Su presencia se ha documentado desde México hasta Argentina y se calcula que la población total alcanza los 173 mil ejemplares, en una extensión geográfica de 8.900 kilómetros cuadrados, según datos que recoge el informe Estrategia del Jaguar 2020-2030 de WWF. 

    En Colombia está distribuido en casi todo el territorio nacional: en las planicies del Caribe, en la selva chocoana, en los valles interandinos, en la Orinoquía y en la Amazonía, esta última, su principal refugio. Un cálculo aproximado de las organizaciones ambientalistas indica que habría unos 16.500, siendo el tercer país en tamaño de población después de Brasil —con unos 86.000, la mitad del total— y Perú, que alberga a 22.000. 

    A pesar de su poderío, de su valor cultural y ecológico y de su carácter sagrado para algunos pueblos, el jaguar ya ha perdido 49% de su área original de distribución. En 2018 no había rastro suyo en países como Uruguay, Chile y El Salvador, y en Estados Unidos, donde también habitaba, se han visto menos de 10 ejemplares machos en el sur del país desde 1963. 

    En el siglo XX estuvo al borde de la extinción: asediado, perseguido y eliminado por la cacería descontrolada de las llamadas ‘tigrilladas’, que surtían la moda de las pieles de animales exóticos en Estados Unidos y Europa entre 1960 y 1970. En dos años consecutivos de ese periodo, escribe Margaret Kinnaird, autoridad mundial en la conservación de la vida silvestre, se importaron unas 23 mil pieles de jaguar a los Estados Unidos en una muestra voraz del apetito por su figura. Apenas en 1975 se prohibió el comercio internacional de jaguares, pero, según Kinnaird, hay evidencia de un aumento “escalofriante” del comercio de partes de su cuerpo en los últimos años. Cadáveres sin cabeza han sido encontrados en países como Belice; se han hallado cargamentos de sus colmillos con destino a China y se ha constatado la utilización de su cuerpo para medicamentos chinos de arraigo popular. En Centroamérica, se ha reportado carne del animal en el menú de algunos restaurantes. 

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    Comunidad, gente de ciencia, ambientalistas, Firmantes de Paz, organizaciones... En las veredas de Guaviare se cruzan esfuerzos y sueños humanos con el futuro del jaguar.
    Fredy Campos, Firmante de Paz, hombre de este sendero Foto: Javier La Rotta

    —El jaguar ejerce el papel de regulador de todas las dinámicas en un bosque. Piensa en los chigüiros, por ejemplo. 

    Hablo vía telefónica con Silvia Vejarano, de WWF, bióloga con una maestría en biología evolutiva y especialista en conservación. El día de nuestra conversación, se recupera de una malaria que pescó mientras hacía trabajo de campo en Guaviare. 

    —Si abunda el chigüiro —continúa Vejarano—, se puede volver un problema porque es un herbívoro impresionante: acabaría, si nadie lo controla, con ciertos ecosistemas. 

    Como si fuera una especie de rey sin corona, sin corte y sin séquito, el jaguar se mueve solo. No es gregario, como los primates, me explica Silvia. Al tratarse de una especie sombrilla, es decir, que con su sola presencia conserva grandes hábitats naturales, no solo regula a otras poblaciones; contribuye a la polinización de los cultivos, a la amortiguación de climas extremos, a la conservación de los suelos y a los procesos de purificación del aire y del agua. 

    Para cazar, para encontrar pareja y reproducirse y, en últimas, para vivir, el jaguar necesita áreas extensas. Como permanece aislado, solo se junta para buscar pareja en época reproductiva. Cuando una hembra entra en celo, varios machos llegan de las vecindades, atraídos por su olor. 

    —El macho la monta y se va. La mamá vive con sus cachorros durante un par de años y luego ellos buscan su propio territorio. 

    La deforestación, los cultivos, los asentamientos humanos, la infraestructura —me dice Vejarano— han fragmentado los bosques y han ido quedando parches segregados los unos de los otros. Eso impide el tránsito y la conexión entre los ejemplares. Limita su alimentación y su apareamiento. 

    —Puede haber muchos jaguares en una zona de bosque, pero, si ese bosque no está conectado con áreas más grandes, la población eventualmente morirá. O habrá reproducción entre familias y la endogamia generará un montón de problemas genéticos que, a la larga, los harán inviables. El número de individuos por sí solo no es un indicador de salud. 

    El Plan Jaguar 2030 existe desde 2018. En noviembre de ese año, un grupo de países de Latinoamérica, entre ellos Colombia, y las principales organizaciones internacionales de conservación presentaron esta iniciativa para fortalecer el corredor que va de México a Argentina y hacer frente a las amenazas por la pérdida de hábitat, la cacería, el tráfico y el conflicto con humanos que ven cómo el jaguar, cada vez más arrinconado, termina atacando al ganado y a los animales domésticos. A la larga, a los jaguares esto les genera la muerte por la represalia de los campesinos. El jaguar no está en peligro de extinción en este momento, pero la Lista Roja de Especies de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) lo clasifica como “casi amenazado”. 

    Cada país de los 14 que se sumaron al compromiso (no vinculante) de conservación del jaguar establece cuáles son los paisajes más viables para iniciar el proceso de restauración. El corredor es, en términos muy sencillos, un camino por donde, además del jaguar, pasa una gran variedad de animales. Lo que se mueve por allí es materia, energía. En definitiva, un flujo genético que no debe parar. Para ello no basta con sembrar árboles. Es necesario implementar medidas —cámaras trampa, cercas eléctricas para evitar que el ganado se acerque a los ríos y sea atacado, alianzas con la institucionalidad para garantizar la conservación en los planes de ordenamiento territorial, entre otras—. 

    En Colombia se ha priorizado la Amazonía, pues allí es donde existe mayor extensión de bosque continuo y donde se ha detectado mayor presencia de ejemplares. Los otros corredores son los que discurren por el andén Pacífico de norte a sur, desde Panamá hasta Ecuador; y por el norte desde el Darién panameño conectando con poblaciones del Caribe y bajando hacia los valles interandinos. Esa misma ruta empalma con la Orinoquía y la Amazonía. De ahí se expande hacia los otros países que comparten el bioma amazónico. ​


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    De territorios extensos, el jaguar habitó casi el continente entero, desde Estados Unidos hasta Argentina. Hoy, en zonas como el Guaviare, requiere corredores para evitar la endogamia.
    La inmensa frontera de agua entre las cuencas del Orinoco y el Amazonas Foto: Javier La Rotta

    —Yo me he cruzado como con cinco jaguares. A uno lo vi atravesando el río. A otros me los topé de frente. ¿Sabe qué hay que hacer? Quedarse quieto, mirarlo a los ojos y dejarlo pasar. Lo mejor es no demostrarle miedo, porque lo nota. 

    Avanzo con Freddy Campos hacia el sendero Las Palmas, en Manatú. En el camino, una culebra cazadora marrón se enreda entre sus pies. La transición de la sabana llanera al bosque amazónico se siente cuando ingresamos por la boca del sendero. La temperatura baja unos grados. En ese bosque crece la palma yagua, utilizada para hacer flechas y trampas de pesca. También está la palma de asaí, que llaman palma triste y sirve para hacer chicha; y está la palma caminadora, una suerte de rallador natural. Y el guacamayo, cuya madera puede pasar hasta 20 años enterrada sin pudrirse y recibe los abrazos de los turistas que se embarcan en un ritual de reconciliación con la naturaleza. No muy lejos de aquí ha dejado sus huellas el jaguar. Lo sabremos después, cuando se revisen las cámaras trampa. 

    Charras es una de las cuarenta veredas que integran, por ahora, el Corredor de Protección del Jaguar en Guaviare. Aquí, 55 cámaras trampa han registrado 51.600 imágenes y constatado la presencia de 26 jaguares. La idea es que se conecte el Parque Nacional Natural Sierra de la Macarena con la Zona de Reserva Forestal Serranía de la Lindosa, hasta llegar al resguardo indígena Nukak y a la reserva natural del mismo nombre. Esta iniciativa forma parte del proyecto Amazonía Sostenible para la Paz, financiado por el Fondo Mundial para el Medio Ambiente y ejecutado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo —PNUD— bajo el liderazgo del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y el Oriente Amazónico —CDA—. En esta alianza también trabaja WWF Colombia. 

    Quién lo diría: allí donde el mítico jaguar era visto como otro enemigo a abatir, ahora es un símbolo de reconciliación y esperanza. Aunque tal vez sea demasiado pronto para asegurarlo. Todavía hay quien se resiste a dejarlo en paz: no es fácil encajar la pérdida de animales ni enfrentarse a las leyendas negras sobre el felino. Cuesta darle la vuelta a una historia donde el malo siempre es el jaguar. Así, sin matices. El malo. Además, no es el único actor al que se han enfrentado los habitantes de Guaviare, la mayoría descendientes de colonos que llegaron en sucesivas oleadas desde los años cincuenta. Este departamento ha sido uno de los más golpeados por la violencia. Aquí han interactuado, en un escenario sangriento, narcotraficantes, ejército, guerrilleros y paramilitares con la consiguiente siembra de muerte y dolor. 

    El miedo, entonces, se hizo costumbre. 

    Dejamos Charras con destino a Damas de Nare, una vereda famosa por la laguna del mismo nombre, madrevieja del río Guaviare, donde un grupo de delfines rosados —llamados toninas por los locales— juguetean con turistas en sus aguas cálidas. La atracción aquí ya no son solo las toninas; desde que son parte del corredor, igualmente lo es el señor jaguar. En este periplo visitaremos también Sabanas de la Fuga, El Edén, El Limón, Cerro Azul, La Pizarra y Caño Blanco II. Aquí, el tejido social que fracturó la guerra se ha ido restableciendo y ahora abundan las cooperativas dedicadas al turismo ecológico. Durante años, el motor de la economía de la región y casi su único medio de subsistencia fueron los cultivos de coca. Poco queda ya de ese pasado. Persiste, eso sí, la sensación de abandono del Estado que bien narró el sociólogo Alfredo Molano y que se evidencia en que, tras el asesinato de Gaitán, las pésimas comunicaciones hicieron que los colonos se informaran solo tres o cuatro días después de aquel suceso trascendental en la historia de Colombia. “Guaviare era un país muy diferente”, escribió Molano. Y tal vez lo sigue siendo. 

    Esta mañana se reúnen en una finca de Damas de Nare una docena de campesinos. Han venido a participar en un encuentro y contarán sus historias, su relación con el jaguar. Uno por uno van sincerándose. 

    —He visto la huella del jaguar en los senderos cuando llueve, dice don Belisario. Ahora ya no se mata. Ahora se preserva. 

    Sigue Don Martín: 

    —Es que hay muchas partes que ustedes no conocen. Yo tenía 7 años y un día mi papá se fue a mariscar. En esas sintió un animal que se le venía por la espalda. Cuando estaba a punto de lanzarse, él le disparó. Venía a comérselo. A mí, hace 20 días, me atacó dos terneros por la noche. Yo sí creo que el jaguar es un gran enemigo del ganado. 

    Construir confianza para desactivar el conflicto entre jaguares y humanos es un proceso lento, a cuentagotas. En realidad, en Guaviare acaba de empezar. Para ello han sido necesarios talleres pedagógicos intensivos donde se les explica a los campesinos quién es el jaguar, cuál es su papel en el ecosistema que los rodea, por qué ataca a sus animales y por qué es un mito que se come a los humanos. La intención es que sean ellos mismos quienes, dentro de unos meses, manejen con soltura las cámaras trampa y envíen los datos a una plataforma donde los procesarán los técnicos. Sin los campesinos, el corredor es imposible. 

    La historia parece ir revirtiéndose poco a poco, aunque todavía quedan algunos díscolos, personas reacias a sacar de su cabeza la idea del jaguar como enemigo. Ahora, ya hay quien exhibe con orgullo las fotos que captan las cámaras trampa. Es un motivo de alegría, no de miedo. Les preocupa a los campesinos, eso sí, cuando se hayan ido las organizaciones ambientalistas. Para eso se están preparando, pues ellos deberían ser los multiplicadores del proyecto. 

    —Nuestra apuesta es bajarle a la ganadería y apostarle al turismo ecológico. Nosotros no tumbamos selva porque quisimos, sino por desconocimiento. Con el monitoreo hemos podido conocer mejor el entorno y nos hemos dado cuenta de que nuestros niños no conocen su fauna. Pero ya va siendo hora de que aprendan a leer con jota de jaguar y no de jirafa —concluye un campesino en otra reunión en la vereda La Pizarra, en un paraje idílico donde no hay ninguna conexión posible más que con la naturaleza.​​​


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    Una inmersión ​en la nación del jaguar​

    ​​​​En el lugar conocido como Manatú —o Maravillas de la N​aturaleza—, en la vereda Charras, a unas dos horas y media por carretera de San José, en el Guaviare —oriente de Colombia—, empieza este camino. Un encuentro con la leyenda del jaguar, o ‘tigre’ como lo llaman desde que conocieron la manigua los colonos. El amo de la selva, en el cosmos indígena. La especie que anhelamos proteger en el esfuerzo por la sostenibilidad. Este es un camino poblado de leyendas, mitos, historias de conflicto armado y de lucha por la preservación. Un encuentro —entre paisajes embriagadores—, con ambientalistas, biólogos, Firmantes de Paz, campesinos, gente de fe e incrédulos en esto de la preservación del mayor felino de América.​